Imagina un río que no tiene lecho: el agua corre, cambia de rumbo, salpica, invade; no hay margen donde apoyarse. Eso es la modernidad líquida de Zygmunt Bauman: relaciones efímeras, compromisos transitorios, instituciones que pierden peso frente al imperativo de la velocidad y la adaptabilidad. Ahora imagina que en medio de ese río trabajas sosteniendo a personas que se han caído —personas para quienes el tiempo, la mirada y la continuidad importan de verdad. Esa tensión —entre la fluidez del mundo y la necesidad de solidez del cuidado— define hoy la crisis de la intervención social.
Bauman no habla de servicios sociales ni de supervisión profesional. Habla de una lógica cultural: todo es provisional, todo se mide por su eficacia rápida, todo se valora por su capacidad de ser consumido y descartado. Pero cuando esa lógica se filtra en el tejido del cuidado, algo se rompe: el vínculo. Y cuando el vínculo se rompe, el cuidado se convierte en una operación administrativa, en un trámite, en un KPI.
La herida líquida: cómo la modernidad erosiona el cuidado
Tres efectos de la liquidez sobre la intervención social son especialmente letales:
- La pérdida del tiempo como recurso terapéutico. En una era que premia la entrega inmediata, los procesos largos y de baja visibilidad son sospechosos. El tiempo de escucha, la espera acompañada, la construcción paulatina de confianza —esas “tareas sin product backlog”— quedan arrinconadas. La intervención social se vuelve cirugía de emergencia permanente: curamos síntomas, no tejidos.
- La privatización emocional y la sobreexposición individual. La sociedad líquida promueve la auto-responsabilización: si sufres, falla algo en ti. En lo social, esa narrativa se traduce en pedir a las y los profesionales que “resuelvan” sin estructuras: más creatividad individual, menos redes. Resultado: agotamiento, soledad profesional y una ética del héroe que legitima la explotación afectiva.
- La contabilidad del cuidado. Cuando todo debe traducirse a indicadores, lo que se mide se convierte en prioridad. Informes, objetivos de salida y ratio de casos encabezan la agenda. Lo relacional —lo que tarda y no es fácilmente cuantificable— queda fuera del balance. Los equipos se miden por lo que entregan, no por cómo sostienen.
Si Bauman fuera a mirar hoy los servicios sociales, vería una ironía: en la era líquida la sociedad reclama más cuidado (porque la fragilidad crece), pero organiza sus instituciones para que el cuidado no tenga condiciones para existir de forma digna.
¿Qué significa “solidificar” el cuidado en un mundo líquido?
No se trata de volver a modos rígidos y burocráticos —esa tampoco es la solución— sino de introducir “anclas” que respeten la fluidez del entorno sin deshacer las condiciones mínimas del vínculo. Aquí van propuestas disruptivas, prácticas y coherentes con la idea de que el cuidado debe ser una estructura, no un gesto heroico.
1. Tiempo como derecho profesional y medible
Crear la categoría laboral de “tiempo de cuidado” dentro de las jornadas: minutos acreditados para acompañamientos, para descompresión entre casos, para supervisión. No es voluntarismo: es plantilla y presupuesto. Medir el tiempo de presencia relacional tanto como el número de intervenciones.
2. Supervisión obligatoria y remunerada
Hacer de la supervisión profesional una parte obligatoria del puesto, con reconocimiento salarial y carga horaria oficial. Supervisión no como caja de quejas, sino como práctica crítica formativa: análisis ético, sostenibilidad emocional y mejora técnica. La formación en supervisión debe ser sistemática y accesible.
3. KPI del cuidado: indicadores que importan
Incorporar KPIs que midan calidad relacional: porcentaje de casos con continuidad efectiva a 6-12 meses; niveles de apoyo percibido por población atendida; índice de “tiempo de escucha” por expediente. No todo lo útil es numérico, pero lo no medido desaparece: hay que medir lo relevante, no lo cómodo.
4. Diseño organizacional pro-cuidado
Estructuras de guardia emocional: equipos rotativos que preserven la estabilidad de la intervención y eviten la sobreexposición continuada; contrato de equipo (no sólo individual) donde se pacten límites, responsabilidades y tiempos. Pasar de la lógica del “salvador” al diseño de equipo que se sostiene en red.
5. Finanzas del cuidado: presupuestos etiquetados
Presupuestos que especifiquen partidas para supervisión, formación en autocuidado, y “tiempo de vínculo”. Exigir a las administraciones y financiadores que no externalicen la precariedad con contratos low-cost; pagar el trabajo emocional como trabajo.
6. Narrativas contrarias a la liquidez
Trabajar la comunicación institucional para desactivar el mito del profesional incansable y promover la cultura del autocuidado como ética profesional. Cambiar el relato: no se premia a quien aguanta, se premia a quien garantiza cuidado sostenido.
El ensayo de una nueva estética del cuidado
Más allá de las políticas y las cifras, necesitamos una estética nueva: imágenes y prácticas que celebren la lentitud, la continuidad, lo pequeño pero sostenido. Acciones sencillas: cerrar agendas durante una hora de supervisión colectiva, crear rituales de descompresión tras intervenciones duras, prácticas de mentorship emocional entre generaciones profesionales.
Imagina un servicio social donde las reuniones empiezan con “¿quién necesita apoyo hoy?” y terminan con un acuerdo de acciones concretas. Imagina profesionales que firman un pacto de equipo para distribuir la carga emocional. Imagina evaluaciones de impacto donde el tiempo de escucha figura como prioridad.
Conclusión: contra la deriva, arraigo
La modernidad líquida nos desafía a no caer en la pura gestión del presente. Bauman nos advierte sobre la fragilidad de los vínculos; la intervención social nos obliga a responder con algo contrario a la fragilidad: arraigo. Arraigo no como inmovilidad, sino como capacidad de sostener, de ofrecer anclas sin negar la corriente.
Si queremos que el cuidado sobreviva a la liquidez, tenemos que convertirlo en estructura: en reglas, tiempos, presupuestos y narrativas. Y, sobre todo, en un derecho. No puede depender de la generosidad individual ni de la buena voluntad. Tiene que ser una política pública, una práctica organizativa y una ética profesional.
La pregunta ya no es si la modernidad es líquida. La pregunta es cómo ponemos piedras en el río para que el flujo no destruya lo que importa: la dignidad del cuidado y de quienes lo ejercen. Ese es el desafío —y la oportunidad— que Bauman nos deja, y que la intervención social debe tomar como propio.